Un cielo de vainilla cubría la ciudad la mañana de un día que ya se respiraba eterno. Su impronta también resplandecía en cada flor que llovía de las copas florecidas de los jacarandas de Plaza Once. Más tarde, en el Parque Lezama, contemplando el mismo diluvio de jacarandas, pude terminar de comprender aquello que decía el más grande de los filósofos en el Timeo: que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad. Y no sólo la vi, la imagen de la que habla Platón también se respira y se escucha. Pude palparla con mis manos, a su vez, tomando una violácea flor del piso. En un instante de lucidez la miré a los ojos, pude ver detrás de ellos, y le dije bajito, para que nadie me escuchara, que la guardara en su libro. En una flor regalé la eternidad. Hoy descubrimos que el amor dura el estremecimiento que una flor demora, en su caída, en acariciar el relieve de la tierra. Y esa convulsión, no está de más decirlo, es eterna.

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