viernes, mayo 19, 2006

Llorar un río,
y en el vacío del río:
“no me río, sonrío”

Son-río.
Hijo del Río.

Padre Río,
sigue el llanto
y el baile,
sueña ya.

(y sombría,
la carcajada del mundo
cubría
el llanto de tu canto)

sábado, mayo 13, 2006

"Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es".

J. L. Borges, Biografía de Tadeo Isidoro Cruz

jueves, mayo 11, 2006

cuánto y cuánto

cuánto dura el día
cuánto la poesía

en otro tiempo,
días más cortos
y poetas

no es novedad,
los poetas han muerto,

los días, eternos

cuánto quisiera yo ese tiempo más corto
cuánto haber sido poeta
(no seguiré mostrando más páginas por el momento)

martes, mayo 09, 2006

página tres

Rojo sangre era el punto de fuga de su vestimenta, llevaba un solo prendedor en su mochila negra. No tenía insignia alguna, era puro rojo. ¿Seguiremos reponiendo todavía esa vieja filiación con la que procedió el futurismo cuando asociamos el rojo con la violencia? Extraño la voz que aunaba al rojo con el demonio, voz con la que desayunaba todos los martes por la mañana en una vieja casona, enorme y antigua. Decía que a su edad lo único que quería en la vida era hacer solo dos cosas, tomar café y fumar. Lo entendía, su cuerpo estaba exhausto. Toda su generación estaba rendida y acabada, y si había vuelto a Buenos Aires después de un largo exilio era para caminar por Corrientes codo a codo con viejos amigos y, tal vez, llorar acompañado. Esas mañanas, entre nubes de humo, escuchaba unas roncas y místicas palabras que recurrentemente discurrían sobre un posible dios y el demonio. Cómo gesticulaban esos bigotes en una exaltación, para mí, tan fascinante y a la vez peligrosa de lo demoníaco. Herético. Era y se consideraba un herético y, como quien no quiere, se justificaba al pasar diciendo que no hay nadie más virtuoso que quien elige lo que debe creer. (¿Puede uno elegir lo que debe creer, mamá?) En lo improbable de esa sombra se iluminaba lo que para mi joven conciencia todavía permanecía opuesto y hostil: revolución y religión. “El rojo del demonio –dijo una mañana- enceguece y deslumbra por su esencia más pura, la de no obedecer a nadie más que a sí mismo, por más que el que demande obediencia se erija como su creador y Dios supremo”. Desde ese día el rojo se convertiría en el color de la resistencia. ¿Matar? Quién sabe si un anarquista no se ve obligado a afirmarlo cuando se encuentra en la contradictoria situación de “matar o morir”, pero es en la afirmación de la vida en la que persiste hasta el día de su propia muerte. Mientras tanto, el rojo seguía avanzando por la calle Libertad sobre un fondo negro bien definido hasta que se detuvo, súbitamente, ante una alta y sólida puerta de madera. Alzó el brazo para tocar el timbre que se encontraba, para lo normal, demasiado alto. Lo alcanzó sin elevarse.

lunes, mayo 08, 2006

página dos

“Anarquistas eran los de antes” me dijo un viejo una noche fría, cuando todavía compraba La Protesta en un puesto de diarios a dos cuadras de la estación Constitución. Me miró con un gesto adusto como para que le dijera algo, y todavía no sé porqué callé. ¿Sospechaba ya en esa época que el pasado albergaba algo que hoy nos está vedado? No lo sé, pero callé como en ese otro momento lo hacía la calle que solo dejaba escuchar los crujientes pasos de una figura que, intuía, era anarquista. La calle callaba y un paso sucedía a otro, como si en cada uno de ellos se abrigara una presencia irreductible. O mejor dicho, lo fatal. La fatalidad de un yo que no puede sustraerse a la contemplación de sus propios pasos. Más pasos en la conquista del yo. Y ahí estaba yo, dando esos pasos. ¿O era que seguía a alguien? Yo sin yo, como un yo-yó de madera. Bronco se llamaba el que tenía cuando era más niño, bonito nombre para un animal. Los chicos hacían miles de artimañas con él mientras yo me divertía arrastrándolo por el piso como si fuera mi caballito. Por eso no le cambié su nombre de fábrica, Bronco era mi potrillo. Por impaciencia o torpeza nunca me detuve en aprender los arduos trucos con los que se entretenían los otros chicos cegados por el afán de competencia, la esencia del yo-yó para mí era una sola: lanzarlo hacia abajo y recogerlo. Que gire sobre sí y vuelva. Uno nunca puede retenerlo absolutamente para sí, siempre perdura la necesidad de que se vaya. Atraparlo para luego soltarlo, guardando la confianza en que va a volver. Y aunque uno no quiera, siempre se guarda algo para una futura restitución. La confianza o lo que sea. Va para volver, para volver a ir. ¿Y si no sucede? Es posible que se enrede todo el hilo, pero en eso consiste el juego. Y seguía caminando por la calle Libertad, arrojado como el yo-yó, un poco bronco y un poco huidizo, pero dispuesto a seguir la pista. ¿Cuándo se detendría? Su oscuro atuendo fundido con botas y anteojos negros obligaban a pensar que nada se interpondría en su andar. Parecía un comando pronto a actuar, ¿estaría dispuesto a matar?

viernes, mayo 05, 2006

página uno

Caminaba por la vereda de enfrente. Veía cómo caminaba y no dejaba de pensar que tarde o temprano combatiría con aquellos ojos oscuros en una mirada directa. Y así siguió, cuadras y cuadras. No podía entender cómo caminaba tanto. Desde el Parque Lezama, donde bajó del colectivo siguiendo a esa figura casi en el modo de una persecución, no paró de caminar hasta atravesar la capital entera. Paseo Colón, luego su continuación, Leandro N. Alem, para finalmente subir por Perón. Dejar el bajo y escalar al centro por Teniente General Juan Domingo Perón. Recuerdo la imagen de un entrañable y caprichoso socialista que nunca iba a dejar de llamarla Cangallo. Nunca mientras estuviera vivo. ¿Perón o Sarmiento? Una al lado de la otra, juntas. Dos calles, dos hombres. “No, Sarmiento no… -dijo una vez el tachero- siempre subo por Perón”. Dejar el bajo para elevarse: ¿Sarmiento o Perón? "Perón nos dejó parados" decía el tachero. El otro solía caminar por Sarmiento y sentarse en un barcito luminoso a leer el diario tomando un café, pero ésta no era la ocasión. Podría haber escrito una catilinaria, a la Martínez Estrada, contra quien “personalizaba todos los males de la nación”. Siempre se le iluminaba la mirada cuando evocaba esa transmisión de radio del ´55. Lograba un tono de voz áspero imitando la voz del locutor y el relato se coloreaba apasionadamente, como si fuera un gol de Boca. Su voz siempre se quebraba cuando llegaba la parte de “huye el tirano”. Si hay algo que comparten el fútbol y la política es el sentimiento. Y los que hablan de racionalidad y acción comunica(qué??) están errados, lo demuestran los hechos. De boca y antiperonista. Gorila y bostero. Del cuadro de los colores más gloriosos respondía cuando le preguntaban de qué equipo era, y sonreía. Nunca dejó de sonreír. Y mientras tanto seguía la caminata, o más bien el acecho. Por Sarmiento, ¿o era Perón? No importaba, tarde o temprano ambas confluían en Libertad. Ya empezaba a palpitar: esa calle la tomaba un libertario o alguien dispuesto a comprar algún pasacassette robado. Y no se detuvo en ninguno de esos cuchitriles, era anarquista.

Continúa y continúa.

lunes, mayo 01, 2006

"Para evitar el contagio, en una sociedad que agoniza corroída por la avidez de dinero y honores; tenemos que concentrarnos en nosotros mismos y adoptar un cierto estoicismo. Debemos aislarnos; y bastarnos a nosotros mismos. Pero esta resolución persistentemente realizada puede conducir a la pérdida de todo deseo, a la abulia, a la negación de la salida que se quiere preservar. Es preciso que sintamos el esfuerzo para despreciar lo que nos rodea, que tengamos que luchar contra nuestra necesidad de expansión, de comunión con los demás seres. Si llegásemos a desinteresarnos de nuestros semejantes, tranquilamente, sin pena; valdría más volver a la vida del vulgo."

Macedonio Fernandez, notas conservadas en un cuaderno fechable en 1896.