página dos
“Anarquistas eran los de antes” me dijo un viejo una noche fría, cuando todavía compraba La Protesta en un puesto de diarios a dos cuadras de la estación Constitución. Me miró con un gesto adusto como para que le dijera algo, y todavía no sé porqué callé. ¿Sospechaba ya en esa época que el pasado albergaba algo que hoy nos está vedado? No lo sé, pero callé como en ese otro momento lo hacía la calle que solo dejaba escuchar los crujientes pasos de una figura que, intuía, era anarquista. La calle callaba y un paso sucedía a otro, como si en cada uno de ellos se abrigara una presencia irreductible. O mejor dicho, lo fatal. La fatalidad de un yo que no puede sustraerse a la contemplación de sus propios pasos. Más pasos en la conquista del yo. Y ahí estaba yo, dando esos pasos. ¿O era que seguía a alguien? Yo sin yo, como un yo-yó de madera. Bronco se llamaba el que tenía cuando era más niño, bonito nombre para un animal. Los chicos hacían miles de artimañas con él mientras yo me divertía arrastrándolo por el piso como si fuera mi caballito. Por eso no le cambié su nombre de fábrica, Bronco era mi potrillo. Por impaciencia o torpeza nunca me detuve en aprender los arduos trucos con los que se entretenían los otros chicos cegados por el afán de competencia, la esencia del yo-yó para mí era una sola: lanzarlo hacia abajo y recogerlo. Que gire sobre sí y vuelva. Uno nunca puede retenerlo absolutamente para sí, siempre perdura la necesidad de que se vaya. Atraparlo para luego soltarlo, guardando la confianza en que va a volver. Y aunque uno no quiera, siempre se guarda algo para una futura restitución. La confianza o lo que sea. Va para volver, para volver a ir. ¿Y si no sucede? Es posible que se enrede todo el hilo, pero en eso consiste el juego. Y seguía caminando por la calle Libertad, arrojado como el yo-yó, un poco bronco y un poco huidizo, pero dispuesto a seguir la pista. ¿Cuándo se detendría? Su oscuro atuendo fundido con botas y anteojos negros obligaban a pensar que nada se interpondría en su andar. Parecía un comando pronto a actuar, ¿estaría dispuesto a matar?
“Anarquistas eran los de antes” me dijo un viejo una noche fría, cuando todavía compraba La Protesta en un puesto de diarios a dos cuadras de la estación Constitución. Me miró con un gesto adusto como para que le dijera algo, y todavía no sé porqué callé. ¿Sospechaba ya en esa época que el pasado albergaba algo que hoy nos está vedado? No lo sé, pero callé como en ese otro momento lo hacía la calle que solo dejaba escuchar los crujientes pasos de una figura que, intuía, era anarquista. La calle callaba y un paso sucedía a otro, como si en cada uno de ellos se abrigara una presencia irreductible. O mejor dicho, lo fatal. La fatalidad de un yo que no puede sustraerse a la contemplación de sus propios pasos. Más pasos en la conquista del yo. Y ahí estaba yo, dando esos pasos. ¿O era que seguía a alguien? Yo sin yo, como un yo-yó de madera. Bronco se llamaba el que tenía cuando era más niño, bonito nombre para un animal. Los chicos hacían miles de artimañas con él mientras yo me divertía arrastrándolo por el piso como si fuera mi caballito. Por eso no le cambié su nombre de fábrica, Bronco era mi potrillo. Por impaciencia o torpeza nunca me detuve en aprender los arduos trucos con los que se entretenían los otros chicos cegados por el afán de competencia, la esencia del yo-yó para mí era una sola: lanzarlo hacia abajo y recogerlo. Que gire sobre sí y vuelva. Uno nunca puede retenerlo absolutamente para sí, siempre perdura la necesidad de que se vaya. Atraparlo para luego soltarlo, guardando la confianza en que va a volver. Y aunque uno no quiera, siempre se guarda algo para una futura restitución. La confianza o lo que sea. Va para volver, para volver a ir. ¿Y si no sucede? Es posible que se enrede todo el hilo, pero en eso consiste el juego. Y seguía caminando por la calle Libertad, arrojado como el yo-yó, un poco bronco y un poco huidizo, pero dispuesto a seguir la pista. ¿Cuándo se detendría? Su oscuro atuendo fundido con botas y anteojos negros obligaban a pensar que nada se interpondría en su andar. Parecía un comando pronto a actuar, ¿estaría dispuesto a matar?

<< Home