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Rojo sangre era el punto de fuga de su vestimenta, llevaba un solo prendedor en su mochila negra. No tenía insignia alguna, era puro rojo. ¿Seguiremos reponiendo todavía esa vieja filiación con la que procedió el futurismo cuando asociamos el rojo con la violencia? Extraño la voz que aunaba al rojo con el demonio, voz con la que desayunaba todos los martes por la mañana en una vieja casona, enorme y antigua. Decía que a su edad lo único que quería en la vida era hacer solo dos cosas, tomar café y fumar. Lo entendía, su cuerpo estaba exhausto. Toda su generación estaba rendida y acabada, y si había vuelto a Buenos Aires después de un largo exilio era para caminar por Corrientes codo a codo con viejos amigos y, tal vez, llorar acompañado. Esas mañanas, entre nubes de humo, escuchaba unas roncas y místicas palabras que recurrentemente discurrían sobre un posible dios y el demonio. Cómo gesticulaban esos bigotes en una exaltación, para mí, tan fascinante y a la vez peligrosa de lo demoníaco. Herético. Era y se consideraba un herético y, como quien no quiere, se justificaba al pasar diciendo que no hay nadie más virtuoso que quien elige lo que debe creer. (¿Puede uno elegir lo que debe creer, mamá?) En lo improbable de esa sombra se iluminaba lo que para mi joven conciencia todavía permanecía opuesto y hostil: revolución y religión. “El rojo del demonio –dijo una mañana- enceguece y deslumbra por su esencia más pura, la de no obedecer a nadie más que a sí mismo, por más que el que demande obediencia se erija como su creador y Dios supremo”. Desde ese día el rojo se convertiría en el color de la resistencia. ¿Matar? Quién sabe si un anarquista no se ve obligado a afirmarlo cuando se encuentra en la contradictoria situación de “matar o morir”, pero es en la afirmación de la vida en la que persiste hasta el día de su propia muerte. Mientras tanto, el rojo seguía avanzando por la calle Libertad sobre un fondo negro bien definido hasta que se detuvo, súbitamente, ante una alta y sólida puerta de madera. Alzó el brazo para tocar el timbre que se encontraba, para lo normal, demasiado alto. Lo alcanzó sin elevarse.
Rojo sangre era el punto de fuga de su vestimenta, llevaba un solo prendedor en su mochila negra. No tenía insignia alguna, era puro rojo. ¿Seguiremos reponiendo todavía esa vieja filiación con la que procedió el futurismo cuando asociamos el rojo con la violencia? Extraño la voz que aunaba al rojo con el demonio, voz con la que desayunaba todos los martes por la mañana en una vieja casona, enorme y antigua. Decía que a su edad lo único que quería en la vida era hacer solo dos cosas, tomar café y fumar. Lo entendía, su cuerpo estaba exhausto. Toda su generación estaba rendida y acabada, y si había vuelto a Buenos Aires después de un largo exilio era para caminar por Corrientes codo a codo con viejos amigos y, tal vez, llorar acompañado. Esas mañanas, entre nubes de humo, escuchaba unas roncas y místicas palabras que recurrentemente discurrían sobre un posible dios y el demonio. Cómo gesticulaban esos bigotes en una exaltación, para mí, tan fascinante y a la vez peligrosa de lo demoníaco. Herético. Era y se consideraba un herético y, como quien no quiere, se justificaba al pasar diciendo que no hay nadie más virtuoso que quien elige lo que debe creer. (¿Puede uno elegir lo que debe creer, mamá?) En lo improbable de esa sombra se iluminaba lo que para mi joven conciencia todavía permanecía opuesto y hostil: revolución y religión. “El rojo del demonio –dijo una mañana- enceguece y deslumbra por su esencia más pura, la de no obedecer a nadie más que a sí mismo, por más que el que demande obediencia se erija como su creador y Dios supremo”. Desde ese día el rojo se convertiría en el color de la resistencia. ¿Matar? Quién sabe si un anarquista no se ve obligado a afirmarlo cuando se encuentra en la contradictoria situación de “matar o morir”, pero es en la afirmación de la vida en la que persiste hasta el día de su propia muerte. Mientras tanto, el rojo seguía avanzando por la calle Libertad sobre un fondo negro bien definido hasta que se detuvo, súbitamente, ante una alta y sólida puerta de madera. Alzó el brazo para tocar el timbre que se encontraba, para lo normal, demasiado alto. Lo alcanzó sin elevarse.

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