lunes, octubre 24, 2005

Caminamos todos los atardeceres en un instante prófugo de la tarde. Desertores de los tiempos y los espacios, nos acurrucamos tímidamente dentro de una flor de azalea. Allí, mientras el suelo entornaba sus veredas y el cielo, enorme, apagaba sus lámparas, nos besamos como en ningún tiempo. El beso, médula de la flor, néctar que nos envolvió entre crisálidas. Ebrios y despojados, bailamos la música que nunca habíamos asido por ser la que oímos todo el tiempo: el silencio. De repente, del ojo de la flor, afloró un benteveo con be labial y nos rozó los labios; fue entonces cuando, recostados en un pétalo, nos apropiamos de la muerte.