miércoles, marzo 01, 2006

Estamos sobre un glaciar, depende de nosotros empezar a caminar sobre la superficie helada que está a nuestro alrededor. Supongamos que se deslizara ante mis ojos, en este momento, toda la tropa de incendiarios que me hostiga en mi palacio, ¿qué quedaría de todo esto? En el fondo lo que me reunió allí fue un cálido frío que renegaba de todo lo demás. Eso fue lo que deslumbró, la posibilidad de encontrar finalmente un remanso. Allí no es posible desear el fuego, ni imaginarlo. Hay algo que excede la poesía en todo eso, algo que las letras no pueden desandar con su aliento. La poesía respira de un modo hueco, más bien seco, que propicia un fuego que uno es llamado a alimentar con yesca o leña. Así, el paso de poeta a incendiario es tan corto como el trino de una campana. Allí, en cambio, se da paso a una espera húmeda que aletarga la marcha y los impulsos. Sigue en pie el llamado, pero ahora se alza como un perfume fresco que suspira porque nademos hasta la otra orilla, para luego regresar. Para luego siempre regresar.