martes, abril 18, 2006

El segundo cuatrimestre del dos mil cinco nos anotamos en Problemas de Ética. Y bien digo nos, en plural, porque desde el mismo momento en que, el día de inscripción, éramos codificados por las máquinas de la Uba, aquello sucedía en conjunto. A diferencia de cuatrimestres anteriores, en donde uno elegía anotarse en las materias por horarios e intereses personales, en esta ocasión intervino un factor más: la necesidad de confluir en un curso, y que nuestras discusiones tuvieran un eco más amplio. El lector inquieto ya estará preguntándose: ¿Cuáles eran sus discusiones? Creo que no podría contestarlo con propiedad, lo que sí palpita con fuerza en mi espíritu son las marcas de la contorsión que me produjeron ciertas experiencias que compartí desde mediados de junio con personas de una enorme nobleza. Recuerdo que después de una iluminada discusión sobre la muerte, en la mesa de un bar que nos había reunido azarosamente (y hoy habría que meditar si fue tan azaroso como lo pensamos en esa época) al finalizar una cursada de Problemas de Metafísica, Luciano pronunció unas palabras que para algunos de nosotros serán imborrables por el resto de nuestras vidas: “¿por qué esto tiene que quedar acá?”. Tan imborrables como el asombro que despertó la simplicidad de una pregunta, que dicha hasta en el modo de un susurro, puede hacer temblar todas las estructuras de un sistema que está acostumbrado a engullirnos diariamente sin gran dificultad. La propuesta indicaba dar un paso más acá de la currícula normal de la facultad para discutir algunas cuestiones que nos apremiaban. Estábamos a la altura de ese desafío y, en efecto, la semana siguiente nos volvimos a encontrar allí. Con el devenir de esas reuniones empecé a conocer con hondura a muchos que hoy puedo decir son mis amigos, porque en verdad al único a quien conocía hasta ese momento, y con el cual compartía una complicidad desde la cual sabía que contaba con un compañero, era Luciano. Javier, Luciana, Paula, Pablo, Pedro son los nombres que resuenan en mi memoria cuando evoco aquellas primeras reuniones. Con el tiempo se fueron acercando muchos más con los que todavía existe un fuerte vínculo, pero los que confluimos en el práctico de Problemas de Ética fuimos casi todos aquellos con los que compartimos aquellas primeras reuniones (“Los que confían en el azar son pobres de espíritu” leemos en un pequeño libro amarillo que se titula Cómo ganarle al casino). Había una fuerte pulsión por los temas que allí se tratarían, y en los pasillos se comentaba que quien estaba a cargo de los prácticos del lunes abría un espacio para la discusión. De todos modos nunca imaginé que los temas que abordaríamos en el práctico fueran tan lindantes con lo que nosotros estábamos charlando. El 16 de Julio yo proponía un debate que un mes más tarde volvíamos a tener como diferencia y repetición en el marco del práctico. Aquél día yo escribía:

“Hay un impulso, un reposar sobre algo que nos entraña. Hay una fe, una creencia, un punto de partida en la que yace todo (nuestro) pensar y confianza. Es parte de nuestra biografía, y no es algo de lo que debamos renegar. Al contrario, es algo que debemos asumir. Sentir la muerte, para mí, es el impulso que guía el pensar. Por una parte una muerte obligada, una muerte intencionada: el asesinato, el totalitarismo. Una violencia contra la que debemos luchar, como podamos, desde donde podamos. Pero también, una muerte inexplicable y mucho más aterradora que la abarca y la excede: la muerte como sin-respuesta, ante la que nada podemos hacer. Se trata, por un lado, de la muerte como fin de la vida, y, por otro, del matar como medio. He aquí lo que nos convoca. Y este convocarnos no es meramente retórico, Paula lo ha señalado: es la muerte la que nos ha reunido por primera vez en una charla. Deberíamos volver a ello, ¿pero cómo? La realidad histórica aparece como un posible retorno. En efecto, también hemos acordado que uno de los imperativos es pensar nuestra realidad. “Nuestra realidad” he dicho. Qué problemático. ¿Qué sería nuestro, qué no?. El “nuestro” en general remite a Buenos Aires, cuando no a Capital. Es difícil que así no ocurra, ya que no salimos mucho de esta (nuestra) cueva. Sin embargo, las realidades que nos atraviesan se extienden mucho más allá de lo que actualmente transitamos. Cuando hablamos de subversión, de dictadura... y consecuentemente de muerte, la realidad se extiende infinitamente. Así también el pensamiento. Y sin embargo creo que también continúa siendo nuestra realidad y nuestro pensamiento. Hemos de hacernos cargo. Por poner un ejemplo: Córdoba. Luciano acá está en ventaja, ¿quién va a buscar una novia hasta allá? Solo un espíritu audaz puede aventurarse en ello. “No nos tiremos flores, Alejandro”. No nos tiremos flores, no. Seamos audaces. Aventurémonos, por lo menos, a bucear un poco en el pensamiento cordobés. Allí el pensamiento es frondoso, y, en general, desconocido entre nosotros: Oscar del Barco, por nombrar a un “filósofo argentino” perdido en el monte. ¿A qué viene todo esto? En una revista cordobesa llamada La intemperie, desde fines del año pasado se viene sucediendo un debate en torno a lo que nos convocaba. El “no matarás”, la muerte y la violencia desde una realidad histórica que nos une: la década del setenta. Que sea una excusa para desplegar ciertas cuestiones que nos apremian.”

Aquello que una tarde de invierno discutimos entre nosotros en el bar La Academia, volvimos a hacerlo en el práctico de Problemas de Ética. A partir de ese renovado debate sobre el “no matarás”, conocí(mos) a grandes tipos como Gabo y Martín, siempre apasionados por movilizar la discusión. Discusión que estuvo mediada, a lo largo de nuestros encuentros de los lunes, por otra de las cuestiones que urgían en la hora: el paro docente y cómo evitar que éste terminara siendo meramente lo que fue, una reivindicación salarial. Al finalizar la cursada de Problemas, en diciembre, decidimos abrir un espacio para discutir las monografías que habíamos producido, en gran parte, para acreditar la materia. Digo en gran parte porque en general siempre nos costó mucho escribir por motu propio y, en efecto, antes y después de aquellas monografías ha habido grandes silencios en cuanto a lo escrito. Debo decir que el nosotros empezó a dibujar mejor su contorno a partir de las tres reuniones de discusión posteriores al práctico. Era un nosotros más amplio que aquél que existía al comienzo de la cursada. Y con esto no quiero decir que hay un nosotros preexistente al que accidentalmente van adhiriéndose algunos más. Todo lo contrario: existen y deben existir miles de nosotros. Es saludable que así sea. En este nosotros, además de Javier, Luciano, Luciana, Gabo y Martín, también está Mauricio, a quién conocí en la primera clase de Problemas de Ética. Recuerdo que él estaba sentado justo adelante mío y yo, mientras él hablaba, no veía más que su largo pelo castaño claro. La incómoda situación en que estaban dispuestos los bancos, todos en dirección al pizarrón, ayudaban en cierta medida para que estuviéramos atendiendo, mas no discutiendo (de esto, claro, no me había dado cuenta yo, sino Foucault). Entonces, fue la necesidad de vernos los rostros como punto de partida (y solo como punto de partida) para establecer cualquier discusión, la que hizo que alguien propusiera cambiar la disposición de los bancos. Acaso ese primer paso sea ineludible para entablar cualquier diálogo, pero a lo largo de la cursada uno pudo comprobar que ese no es el punto de apoyo central a partir del cual se sostiene lo que grandilocuentemente podríamos llamar el sistema. Tal vez sí es el paso más fácil de dar, pero con ello no se está ni siquiera empezando. Lo necesario, antes que nada, es cierto compromiso. Los que compartimos ese compromiso a lo largo de toda la cursada de Problemas de Ética somos los mismos que luego nos reunimos a discutir nuestras monografías y los que hoy estamos buscando algún modo de articular un proceso de intercambio más amplio con una intervención, tal vez, en el próximo Congreso de Filosofía de la Historia.

La palabra compromiso puede tener muchas aristas engorrosas, pero trasmite un sentimiento preciso que intento comunicar, si es que algo puede comunicarse. Gabo fue el que más insistió en que cada uno escribiera una genealogía de lo que había sucedido dentro de la cursada. Yo, a decir verdad, no veía en eso nada promisorio. Sin embargo, aquí estoy escribiendo este pequeño texto que intenta ser una respuesta a su pedido. Es en la materialidad de estas palabras que se palpa la marca de un nosotros que no podría existir sin el compromiso en el que reposa.