domingo, octubre 30, 2005

Escritura que se remonta a las tempranas corridas por las sendas al costado de las vías del tren, donde esas espléndidas flores púrpuras crecen salvajemente en las entrañas de la alambrada, derramándose hasta el piso.
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Escritura que perdura en la frescura de zambullir la cara en la fuente del jardín: escritura que salpica, para dejar de ser meramente escritura.
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Escritura que muta en el estupendo olor a cebada que antes parecía retoñar de la chimenea de la cervecería, pero que ahora se huele por todas partes. Un aroma que se vuelve a sentir viajando en tren, donde las largas tiras de golosinas que papá compraba luego de exageradas súplicas, siguen reposando eternamente sobre sus añejos respaldos castaños. Dulces que hoy son libros, que dejan de ser libros para ser cuerpos. Cuerpos que, de estar naturalmente escritos, vuelven a ser rescritos todo el tiempo. La poética del retorno, encendida transfiguración de la escritura en vida.