Puso las manos en sus bolsillos y decidió, como todas las noches, derramarse por la ciudad. Nunca supo los nombres de las calles, ni sus ubicaciones, ni las relaciones entre ellas y prefería seguir así, aunque es indudable que el trajín diario en Buenos Aires hace que uno, tarde o temprano, quiéralo o no, termine por reconocer las cinco o seis avenidas principales y aledaños. Pero no más, siempre se mantuvo invariable en la necesidad de no retener más de lo estrictamente necesario. La educación de un hombre, y aquí no se puede dejar de meditar acerca de la célebre
bildung alemana, una educación que no consiste meramente en instrucción sino en una formación moral e integral, si intenta forjar verdaderamente un hombre libre, debería cincelarlo de un modo tal que no recuerde los beneméritos nombres y ubicaciones de las calles. Nadie puede elevarse hacia la
humanitas si no es educado para ser libre y, en ese camino, uno de los pasos principales es andar por ahí sin pensar qué calle es ésta y cuál es aquélla. Ningún hombre que precie su libertad debería caer en la trampa de contemplar un mapa de la ciudad, ya que con ello perdería lo que lo distingue de la mera animalidad. La frialdad de una cuadrícula que cuadricula nuestros pasos nos encamina, aunque lo ignoremos, en un tránsito que se encuentra dirigido desde las más pretéritas voluntades. Un tránsito en el que devenimos en lo instintivamente animal: nos afirma, más allá que lo queramos o no, en una dirección que nos lleva, antes o después, hasta nuestras casas. Si queremos romper con los límites de esa animalización, deberíamos empezar a olvidar los nombres de las calles. Alelí lo sabe y por eso, todas las noches antes de salir a desparramarse por la ciudad, se golpea la cabeza contra la pared.